HUBO un tiempo en el que las vacaciones solían ser un lujo, pero en el mundo actual, tan exigente y trepidante, se han vuelto una necesidad. Pero incluso ahora, cuando las redes sociales han impuesto la tiranía del exhibicionismo y hacen de las vacaciones una exigente pasarela, las vacaciones se han convertido, para según qué personas, en una obligación y han perdido el don natural que las hace grandes: el descanso y el placer, a tiempos iguales. No es la cantidad de tiempo que pasas en un lugar lo que lo hace memorable, es la forma en la que pasas el tiempo y con quién lo haces.

Hemos de andar, por tanto, con cuidado. Hacer de nuestras vacaciones una vocación, algo que plazca y relaje. Y es ahí donde se comprende la noticia. ¿Cómo no va a ser más apetecible Noja que Cádiz si uno encuentra en la costa cantábrica algo ancestral, un espacio en el que uno no ha de sacrificarse en la búsqueda del regodeo, de las amistades o los amores, de la gastronomía o de la diversión? Es comprensible. Eso no quiere decir que uno no aspire a conocer otros mundos. Esa salida hoy se considera ya como una escapada de las vacaciones.

Hubo también un tiempo en el que en sus vacaciones los ricos iban a ver el mundo y los pobres iban a ver a sus padres, ¿lo recuerdan? Luego los viajes se han facilitado de tal modo que para alguna gente se han convertido en una suerte de trashumancia: las carreteras son cañadas para el paso y los aeropuertos, rediles para el rebaño.

Qué raro resulta todo. Hay gente que pregona que nunca, ni en un millón de veranos, podría cansarse de esto (en realidad si uno estira algo más la cuerda se dará cuenta de que sí, de que es posible que le atrape el aburrimiento si no tienen otra vocación más allá que el ocio y el dolce far niente...) y gente que se dice ojalá no tuviera vacaciones. No tengo ni idea de qué hacer con ellas. l