En nuestras sociedades occidentales, desde hace bastantes años y a manera de péndulo, se oscila entre considerar que el Sector Público tiene una labor económica esencial (a veces, poniéndose delante, como locomotora y otras, la mayoría, en retaguardia para apoyar y complementar la actividad del sector privado).

Cuando la economía parece ir bien, el sector que dispone de la mayoría de los medios financieros desea tener las mínimas restricciones en su actividad (libertad de iniciativa y de empresa, en base al libre mercado), afirmando que la gestión privada es siempre más eficaz. Cuando la actividad económica se “gripa”, ellos mismos solicitarán la intervención pública para evitar “males mayores” a la población en general.

Dentro del actual sistema, el mercado pide al Estado que lleve a cabo principalmente dos actuaciones, con el fin de posibilitar una buena articulación de las relaciones económicas. La primera es garantizar un marco social que le permita funcionar al mercado con libertad, lo cual significa entre otras cosas, que se reconoce como derecho y garantiza la propiedad privada de los medios de producción (recursos naturales, capital, trabajo). La segunda, que garantice una estabilidad social que avale el normal funcionamiento de todo tipo de actividad económica, para lo cual establece una legislación que defienda los derechos de compradores y vendedores en el libre mercado…

2. Desde la ética, sin embargo, se reconoce que hay determinadas cuestiones que no deben dejarse al libre mercado, pues éste fracasa en muchas ocasiones por su manera de solventarlas, dado que las personas no estamos en condiciones económicas homogéneas. Porque no existe la “competencia perfecta”, salvo en teoría, las empresas poderosas disponen de más medios para suprimir a los competidores débiles e imponer a los consumidores peores condiciones. Más aún, se comprueba que un mercado libre tiende a incrementar las desigualdades, haciendo más conflictiva la convivencia. En la misma teoría económica se habla de “fallos del mercado” y, cuando éstos se hacen escandalosos, se le pide a la Administración Pública que intervenga para paliarlos, generando mecanismos de redistribución y así mantener el sistema.

También, los denominados “bienes públicos” (sanidad, educación, asfaltado e iluminación de las calles, cuidado del medio ambiente, defensa…) que no pueden ser financiados por los usuarios, corren a cargo del Sector Público que los ofrece gratuitamente, financiándolos por medio de los impuestos.

O para evitar o disminuir las oscilaciones económicas, de manera que se dé una mayor confianza a los agentes, que tienden a retraerse cuando ven demasiado riesgo en la actividad.

3. A la hora de juzgar cómo debe actuar el Sector Público, lo primero es tener claro cuál es la finalidad de su actividad económica. Por ejemplo, con mentalidad de priorizar el beneficio monetario (crematista), se afirma que el Estado debe favorecer la actividad privada tendente a obtener el máximo beneficio; desde una mentalidad buscadora del bien humano integral, se pide que toda la Administración Pública haga una apuesta por posibilitar una economía que satisfaga verdaderas necesidades humanas, empezando por las más elementales y para toda persona, con un compromiso por dotar a toda persona de lo básico para una vida digna. Éste es el verdadero Estado social.

El Sector Público tiene como uno de sus grandes objetivos priorizar el bien común, pero es responsabilidad de todos el conseguirlo. El Estado, en sentido amplio, no tiene por qué hacerlo todo. La iniciativa privada, sobre todo cuando tiene un carácter social, está mejor capacitada para desarrollar actividades de cercanía al usuario (como sucede en el área de la educación en sus primeras etapas); lo mismo podemos decir de pequeños talleres que han florecido en nuestros pueblos o de empresas más importantes con forma de cooperativa o de sociedades anónimas laborales. A la Administración le corresponde potenciar estas iniciativas, cumpliendo así el principio de subsidiariedad. De manera que si el servicio está bien prestado y existe una participación lo más directa posible de los implicados, ¿por qué hay que recortar esta participación ciudadana?

Sin embargo, vemos que existe mucha estrategia partidista en la administración de lo público, sobre todo en la medida que se manejan fondos elevados. Muchas veces, las medidas se piensan y deciden desde la perspectiva de cómo benefician electoralmente al triunfo del propio partido y, en el peor de los casos, también materialmente a algunos dirigentes.

El bien público está por encima de los partidos, las instituciones del Estado o el mismo Gobierno, y debe ser objeto de sumo cuidado por todos, especialmente por aquellas instituciones encargadas de velar por él.  

Esta es la base ideológica para decidir en qué debe gastar la Administración Pública y cómo debe obtener los consiguientes ingresos. Cuestiones que abordaremos en próximas reflexiones.