ERA un jugueteo, ¿se acuerdan...? Aquella imagen de Bart Simpson –no recuerdo bien ya si era serigrafiada en las espinilleras o tatuada en la pantorrilla...– e Iker Muniain, el niño del pelo crespo que jugaba a esconder el balón como nadie (el tiempo diría que fue su mayor virtud...) llegó a Bilbao con apenas 16 años y hambre suficiente para comerse el mundo con descaro. El desparpajo fue su segunda gran virtud. Marcó el primer día que saltó al césped de San Mamés contra el Young Boys en Europa y los primeros comentarios ardían, ¿recuerdan? No ha salido nada igual de Lezama desde hace décadas, decían unos. Es un futbolista moderno en un Athletic clásico, replicaban otros. El hijo de Homer, apuntaba la juventud que le adoraba, le sentía uno de los suyos.

6

En imágenes: Iker Muniain, el niño que creció al calor de San Mamés José Mari Martínez /Oskar González

Venga un ¡ay! por aquellos años que se fueron en los que Iker era luz de faro en el ataque del Athletic y otro por aquella amistad que le encadenó para siempre con Iñaki Williams. Era entonces un Iker revolucionario que subía a Sierra Maestra para encararse con los árbitros y para trenzar emboscadas a los ejércitos rivales. Era un Iker con aleteos de mariposa –nunca tuvo el aguijón del gol pero aportó lo suyo, sobre todo aquella tarde noche de Manchester donde se dejó el aliento para alcanzar un rechace y marcar uno de los tres goles al United en aquel partido mitológico de su generación...– y del que decían, fuera del campo, que era un punto cabraloca.

Llegaron entonces las lesiones, una grave en cada rodilla en 2015 y 2017, que fueron su cruz. Habían pasado seis años desde su debut, en 2009, con Caparrós jugándosela, y parecía despegar hacia el horizonte de las estrellas, un firmamento donde tenía sitio reservado. San Mamés le quiso siempre y cuando en 2019 tomó el brazalete de la capitanía, cuando ya se intuía que sería un gran jugador de club pero no el sol de ese firmamento, fue templándose.

Paso a paso la salud y el empuje de quienes llegaban por detrás fueron mermándole las fuerzas. Iker ya era el viejo capitán, el niño que había crecido. Mantuvo, y aún la tiene, parece, la ambición que le llevó al once rojiblanco, todo un orgullo para quienes sienten que comparten sangre con la familia. Ahora Iker ya está quebrado por tanto como anduvo y no encuentra sitio en ese once. Ha decidido echarse a un lado. El niño creció y se va de casa. Pero como ha ocurrido con tantos hijos, no se le olvidará jamás.