HE aquí un alegato gestado entre bambalinas de la jornada electoral del 21-A, desde el epicentro de la democracia: la mesa electoral. Tras décadas esquivándola, la bola del sorteo se alineó con el nombre del que suscribe. Alguna vez tenía que ser. Aunque dicen expertos interventores de partido que después de la primera, hay más posibilidades de salir elegido por algún motivo alejado del rigor de la estadística. La tarea empieza a las 8.00 horas con un ejército de agraciados reuniéndose en torno a la urna y sin ganas de dar los buenos días. Hay dos suplentes por puesto y, si están todos los citados, se agolpa una multitud en cada aula. En el momento de constituir la mesa, el volumen de copias ya revela que la cosa está envuelta en mucho papel. Cuando pasa la hora punta, antes del vermú, los miembros de la mesa ya se han convertido en los mayores activistas del voto electrónico y se preguntan con asombro cómo bien entrado el siglo XXI se sigue apuntando uno a uno el nombre de los votantes. A esa hora ya hay cierta complicidad con el resto de la mesa. También con los interventores y con el personal público de apoyo, todos ellos veteranos en esas lides que tampoco entienden el rollo analógico. Con todo, tras el recuento, se marchan con copias del resultado de la mesa como trofeo. Y quedan cajas con miles de sobres y papeletas directas a la basura. A las que hay que sumar la propaganda. Y sí, ante ese papelón, lo del voto electrónico se percibe todavía más necesario.