Siempre se hace difícil expresar por escrito unos sentimientos cuando la emoción embarga el ánimo. Por eso quizá estas líneas no sean las más precisas que haya trazado. Pero espero comprendan los lectores la sencillez de mis palabras, pues surgen directamente del corazón. 

A pesar de su porte de personaje sencillo, sin vocación de notoriedad ni fama, a pesar de esa primera imagen de individuo serio, más bien gris, él siempre reservaba una sonrisa. A decir verdad, cuando sucedió a Garaikoetxea, pocos creyeron en que duraría mucho en el cargo. Su imagen era antagónica a la del navarro. Aquellas gafas oscuras, el traje gris, la aparente timidez, le hacían pasar por un agente de notaría. No por un líder carismático como era el caso de su antecesor. 

Pero Ardanza tenía otros valores. Era, efectivamente, un hombre reflexivo, conversador infatigable y, al mismo tiempo, “escuchador” practicante. En esa doble faceta de conversador y de ávido entendedor, era capaz de provocar un diálogo consigo mismo. Cuántas veces, al calor de un problema, hemos presenciado aquellos soliloquios en los que el lehendakari preguntaba a Jose Antonio y este contestaba al mandatario con razonamientos sumamente ilustrativos. Y es que Jose Antonio Ardanza fue un ser pasional. Un ejemplo de bonhomía que siempre pensaba en positivo. Aún en los momentos más difíciles -que los padeció en cantidad-. 

Un hombre sincero. Sin maldad ni doblez. De los que entendían la política en toda su grandeza. De esos que, viendo el panorama que tenemos enfrente, echaremos mucho de menos. 

Había militado en la clandestinidad. En la Juventud Vasca -EGI- que no cruzó la frontera de la violencia cuando la corriente impulsaba a lo contrario. Pero como él repetía, había que ser “primero demócrata y luego nacionalista”. Una impronta consustancial a su figura humana y política.

Su compromiso le llevó a las instituciones. Al ayuntamiento de Arrasate primero. A la Diputación de Gipuzkoa después y al Gobierno vasco, finalmente, en una tesitura ni buscada ni agradecida. Todo lo contrario. Fue un trance complicado y doloroso. Por las circunstancias políticas de vivir en el fuego cruzado de una escisión que fragmentó la familia nacionalista. 

Le recuerdo aquella fría noche de diciembre de 1984 en la bilbaina sede del PNV (Edificio Granada). Acudió allí con la ingenuidad de quien atiende la llamada de sus mayores. Sin conocer la durísima encomienda que tenían reservada para él. Y para quienes desacreditan a los políticos y afirman que “todos son iguales”, sepan que Ardanza se resistió. Que su ambición no era la de medrar, la de alcanzar el “poder”. Su anhelo era servir al país. Ser útil. Y bien que lo fue.

Ardanza llegó a Ajuria Enea impulsado por un PNV en minoría y herido. Sin tan siquiera el apoyo de su grupo parlamentario. Con un portavoz que en su investidura dedicó el tiempo a loar al predecesor en lugar de defender la candidatura del aspirante. Llegó hasta Vitoria joven, con 44 años aún sin cumplir. Con todo en contra. En medio de un cisma político con consecuencias personales y grupales similares en hostilidad a un divorcio desabrido. Con una familia -la suya- desplazada de su hábitat natural por el compromiso adquirido. Con Mari Glori, su fiel compañera, obligada a apartarse de su trabajo. Con sus hijos, Nagore y Aitor, pequeños y en una primera fase de escolarización. Y con un perro, un nervioso collie, que se convirtió en el guardián del nuevo hogar de los Ardanza-Urtiaga, el palacio situado en la calle Fray Francisco.

Aterrizó en la presidencia del gobierno en un país sumido en la crisis. Crisis económica (con paro de hasta el 30%). Crisis industrial (con los sectores estratégicos arruinados). Crisis de violencia (con decenas de asesinatos y actos terroristas, con una guerra sucia convertida en terrorismo de Estado). Crisis política (con la aplicación del café para todos y la post Loapa de García Enterria). Pero Ardanza no se amilanó. Era un corredor de fondo. Y gobernó. Tuvo la virtud de, como diría el Dalai Lama que le visitó en Euskadi, encontrar el camino medio. Inauguró la política del pacto. Del acuerdo programático entre diferentes en catorce años de gobiernos de coalición. Quizá su espíritu cooperativista le llevó a ello. 

Con él, el autogobierno vasco se fue edificando. Durante su presidencia, sus ejecutivos consiguieron la transferencia de la sanidad para Euskadi y se creó Osakidetza. Se produjo el despliegue de la Ertzaintza. Se hizo frente a la reconversión industrial, se instauró la primera Renta Básica (hoy RGI), se afrontó la construcción del Museo Guggenheim, la Acería Compacta, inauguró la autovía de Leizaran o constituyó el órgano común permanente con la comunidad foral de Navarra entre otras actuaciones. 

Buena parte de la Euskadi que disfrutamos hoy -todos, hasta los que se creen que el país ha comenzado a crecer con su llegada- la cimentaron los gobiernos presididos por Jose Antonio Ardanza. Un constructor metódico. Riguroso y certero. 

Su innegable eficacia en la gestión del autogobierno le hizo cosechar injustas críticas provenientes de todas partes. De aquellos que desacreditaban y ridiculizaban la autonomía, menospreciando al “gobierno vascongado”. Sí, esos que hoy aspiran a liderar el mismo país pero con “nueva ambición” y que se apropian de lo hecho tras cuarenta años de sabotaje y oposición permanente. 

Y también las desafortunadas e injustificables ironías que desde dentro de su misma casa pusieron en cuestión el trabajo y los resultados de una etapa que, vista con perspectiva, se ha demostrado próspera y tranquila. Tranquilidad que algunos confundieron con tiempos muertos. Inmerecidas palabras para un hombre disciplinado y sacrificado como pocos.

Sin embargo, para el conjunto de los observadores, el principal logro político e institucional de Jose Antonio Ardanza fue el denominado pacto de Ajuria Enea (Acuerdo para la Normalización y Pacificación de Euskadi) firmado por todos los partidos políticos vascos a excepción de Herri Batasuna. 

El acuerdo multipartito fue el paso adelante fundamental para la deslegitimación de la violencia y el aislamiento social del terrorismo. La búsqueda de la paz fue para él una obsesión. La obcecación de un hombre sensible al que le dolía el dolor ajeno. La angustia de las víctimas a las que acompañó en su sufrimiento. 

Hoy todos loan la figura de Ardanza y le rinden reconocimiento. Pero no siempre fue así. Como él solía decir, “perdonar sí, pero olvidar no”. Por eso no podemos olvidar, por ejemplo, que ETA culpabilizó a Ardanza y a su gobierno de hacer fracasar las conversaciones de Argel. No podemos olvidar la cal viva depositada en el escaño de su vicelehendakari, Ramón Jáuregi, por un parlamentario de la Izquierda Abertzale.

Tampoco olvidar que ETA asesinó a su consejero Fernando Buesa y que atentó gravemente contra otro de sus colaboradores, Jose Ramón Recalde. Por no hablar de los múltiples intentos de asesinato planificados contra la vida de Juan Mari Atutxa.

La hostilidad de entonces no se blanquea hoy con simples reconocimientos públicos ni con condolencias circunstanciales. Perdonar sí. Olvidar nunca. 

Fuera de la actividad institucional, mi memoria recupera una imagen risueña y exultante de Jose Antonio Ardanza. Fue en Dunkerque, el año 2001. Allí comenzaba el Tour de Francia y por primera vez el equipo Euskaltel-Euskadi participaba en la grande boucle. Ardanza encabezaba una delegación del operador telefónico, patrocinador, junto a las instituciones vascas del equipo ciclista. Allí estaba también su sucesor, el lehendakari Ibarretxe. Y quien fuera su consejero y posteriormente Diputado general de Bizkaia, Josu Bergara. En el Village de la organización del Tour, los deportistas preparaban la contrarreloj. Y Ardanza, acompañado de Miguel Madariaga, asignaba como si fuera el patrón txirrindulari, los turnos de acompañantes en el coche de la dirección del equipo naranja. Era la escuadra de nuestro país y había llegado a la carrera más importante del mundo. Ardanza gozó del momento como niño con zapatos nuevos. Doy fe.

Hoy, ley de vida, nos ha dejado. En vísperas de unas elecciones. Se ha ido antes de votar, como era su pretensión. La larga enfermedad había hecho que hubiera hecho todos los trámites para poder ejercer su derecho de sufragio. Pero la Parca llegó para cortar el hilo de su vida antes de la apertura de las urnas. No obstante el voto de Jose Antonio Ardanza Garro estará presente para muchos de nosotros. Como el resto de su legado. Egun haundira arte, lehendakari